Amor, paciencia, compasión, contención… Pocas palabras con un significado inmenso.
Estar en Vipassana fue como ser una semilla cayendo en tierra fértil. Todo estaba dispuesto con precisión: la logística del retiro, la estructura, el silencio. Era un suelo fértil que nos sostenía, pero florecer o no dependía de cada uno.
Mirar adentro.
Hacer el viaje interior.
Respirar, sentir, soltar.
No hay un mapa, ni respuestas claras, ni atajos. Aprender a soltar, a mirar dentro, a sostenerse en el vacío, es responsabilidad de cada uno. Es un camino solitario, a veces arduo. Pero el descubrimiento es tan precioso que todo esfuerzo vale la pena.
Meditar no es estar sin hacer nada. No es aislarse del mundo. Así, cualquiera podría vivir en paz. Más bien, la meditación nos enseña a integrar la espiritualidad en la vida cotidiana. Nos muestra cómo vivir en conexión con la realidad, en lugar de huir de ella.
Con la práctica diaria entendí el amor, el amor propio. La meditación me ayudó a encontrarme, conocerme, aceptarme. A descubrir por qué estoy aquí. Y entre las joyas más preciosas, entendí qué es la felicidad y dónde buscarla.
No es un camino fácil, pero tampoco es imposible. Si yo lo logré, cualquiera puede hacerlo.
Para mí, cualquier pregunta tiene una sola respuesta: meditación.
Si quieres aprender a ser feliz… medita.
Si quieres saber quién eres… medita.
Si quieres entender qué es el amor… medita.
Todos los caminos llevan a un solo destino. Y aunque podría hablar de esto durante días, al final, las palabras sobran. Es en el silencio donde todo se revela.
En estos días de retiro, recordé algo profundo. Algo que siempre había estado en mí, pero que en algún momento olvidé: mi amor inexplicable por la meditación.
De niña, sin saber lo que era, soñaba con tener un espacio en casa solo para meditar. No entendía por qué, pero sentía ese anhelo sin nombre. Ahora, al mirar atrás, todo cobra sentido.
Recordé también mi primer viaje a la Isla del Sol, en el Lago Titicaca. Un lugar mágico, lleno de energía. Vi a una persona meditando y me quedé absorta en la paz que irradiaba. Esto es lo que busco, pensé. Pero la vida siguió, me envolvió en el trabajo, en los pendientes, en las responsabilidades… y nunca me di la oportunidad de experimentarlo.
Hasta que un día, sin saber exactamente por qué, separé una habitación en mi casa para el silencio. Comencé con pequeñas búsquedas, con meditaciones guiadas en YouTube, con lo que encontraba en Google. Sin darme cuenta, estaba regresando a casa.
Desde siempre supe que las respuestas están dentro de nosotros. Esa voz interior, la que siempre me habló, la que me daba miedo escuchar, nunca dejó de estar ahí. Solo tuve que hacer espacio, aquietarme y volver a ella.
Claro que hubo momentos retadores.
El cuerpo duele después de tantas horas en la misma postura.
El sueño es ligero, lleno de imágenes extrañas.
La ausencia de contacto físico, de abrazos, se siente profundamente.
No saber nada de mis niñas me removió el corazón.
Pero nada de eso fue más grande que lo que encontré en el silencio.
Este retiro tiene su nombre: un peregrinaje de aquí a aquí. Es un viaje que solo tiene su principio, no tiene final. Y en él, confirmé lo que en el fondo siempre supe: meditar es el mayor regalo que nos podemos dar.
Saraha
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