La risa siempre ha sido algo mágico para mí. De pequeña, era mi forma natural de conectarme con el mundo. En el colegio, descubrí que tenía el don de hacer reír a mis amigos. Un poco de creatividad, algunas ocurrencias y las carcajadas estaban aseguradas. Esos momentos eran pura conexión y felicidad.
Pero algo cambió al crecer. Después de salir del colegio, me volví seria… muy seria. La sociedad, la familia, las expectativas profesionales me hicieron creer que ser seria era sinónimo de ser adulta, responsable, profesional. Lo que no entendí en ese momento fue que ser seria también me desconectó de la alegría, de mis relaciones, e incluso de mí misma.
Con el tiempo, esa seriedad pasó factura. Llegaron años de depresión, aislamiento y una sensación de vacío profundo. Sin amigos, con frustración acumulada y una tristeza que parecía no tener fin, me preguntaba: «¿Dónde quedó esa niña que reía con tanta facilidad?»
El punto de inflexión llegó cuando me atreví a mirar hacia adentro. Sanar heridas profundas y desafiar las creencias limitantes que me habían atrapado fue un proceso largo, pero transformador. Poco a poco, con terapias, meditaciones y el compromiso de cuidarme a mí misma, comencé a notar un cambio.
La risa volvió a mi vida, pero esta vez no como algo externo, sino como una expresión natural de mi ser. La felicidad no se esforzó en regresar; nació sola, como una chispa que había estado dormida pero nunca extinguida.
Hoy, me doy cuenta de que despierto bailando, sonriendo, disfrutando de las pequeñas cosas. Esa conexión con la chispa interior que había perdido tanto tiempo atrás es mi mayor tesoro.
La risa, como la felicidad, no está afuera. Está dentro de nosotros, esperando a que la liberemos. Y el único camino para encontrarla es mirando hacia adentro, sanando, y dándonos el permiso de volver a ser.
Saraha