Hay algo mágico en esos pasillos interminables del aeropuerto. Nos invitan a cruzar fronteras, no solo geográficas, sino también personales. Cada paso hacia un avión es un paso hacia lo desconocido, pero también hacia una parte de nosotros mismos que espera ser descubierta.
Viajar no se trata solo de llegar a un nuevo lugar, sino de encontrarnos con versiones de nosotros mismos que emergen en lo inesperado. Es en esos momentos de asombro, incomodidad o conexión profunda con lo diferente, donde realmente crecemos.
El aeropuerto, con su vibración de historias cruzadas y destinos en el horizonte, nos recuerda que salir de la zona de confort es imprescindible para expandir nuestra mente y espíritu. Al viajar al exterior, aprendemos más sobre nosotros mismos: enfrentamos desafíos como hablar en otro idioma, pensar desde la perspectiva de otras culturas, preguntar a desconocidos o atrevernos a probar sabores que nunca imaginamos.
Cada una de estas experiencias nos transforma. Nos damos cuenta de que somos más valientes de lo que creíamos, más flexibles de lo que pensábamos y más conectados con el mundo de lo que imaginábamos. Explorar paisajes externos nos lleva a explorar nuestros paisajes internos:
¿Qué nos inspira?
¿Qué nos desafía?
¿Qué queremos dejar atrás y qué queremos traer de vuelta?
Así, caminar por esos pasillos no solo es el inicio de un viaje hacia lo externo, sino una invitación a un viaje profundo hacia adentro. Porque viajar, en el fondo, es aprender a ser más humanos, más abiertos, más nosotros.
¿Y tú?
¿Qué desafíos y descubrimientos personales están esperando en tu próximo destino?
Saraha