Cada amanecer es único. Y cada viaje, también.
Las campanitas de Vismay sonaban en la madrugada, suaves pero firmes, como un eco que llamaba al presente. Abría los ojos con emoción, me vestía en la penumbra y me preparaba para meditar. Siempre he amado las madrugadas. De niña, las conocí en el agua fría de la piscina antes del amanecer; más tarde, corriendo por las calles de Arequipa en Perú, viendo cómo la ciudad despertaba. Algo en ese instante de transición siempre me ha parecido mágico, como si el mundo me revelara un secreto que pocos estaban despiertos para escuchar.
Pero aquí, en este retiro, la madrugada tenía un significado diferente. No se trataba de moverse, sino de quedarse quieta. No de conquistar el día, sino de rendirse a él. Salía al frío, me envolvía en el silencio y tomaba mi primera taza de té caliente o café, sintiendo su vapor rozar mi rostro, como una caricia antes de sumergirme en la quietud.
Afuera, el mundo dormía. 4:50 a.m. Los gallos rompían la oscuridad con su canto, los perros ladraban en la distancia. Y nosotros, en ese instante suspendido, nos sentábamos a meditar.
La primera hora era un encuentro con el aire fresco, con la respiración, con la quietud. Y después, cuando la claridad llegaba, el verdadero espectáculo comenzaba. El amanecer no era solo un cambio de luz: era un acontecimiento. El cielo se transformaba ante mis ojos, un cuadro en constante movimiento, un recordatorio de que nada permanece. Me parecía un error parpadear demasiado, mirar hacia otro lado, perderme incluso un instante de ese despliegue de colores que nacían, se fundían y desaparecían en cuestión de segundos.
Cada día, me sentaba en el mismo lugar, con la misma postura, y sin embargo, nada era igual. Como la vida misma.
Saraha
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