Quiero hablarte de algo que durante mucho tiempo me pesó más que cualquier cifra en una báscula: la relación con mi cuerpo.
Nuestro cuerpo… ese templo que nos ha sido prestado para esta vida. Un espacio único y perfecto, aunque no siempre lo sintamos así. Algunos lo ven como una obra armónica, otros luchan por transformarlo constantemente, y otros más lo aceptan tal como es. Pero, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros podemos decir que estamos completamente conformes con nuestro cuerpo?
De niña, no me sentía aceptada. No por los demás y, lo que es peor, tampoco por mí misma. Mis ojos siempre estaban fijos en lo que me faltaba, en lo que no encajaba. Recuerdo un momento que marcó mi relación con mi cuerpo por años: un chico que me gustaba me dijo que estaría conmigo «si bajaba de peso». Imaginen mi cara. Por un segundo pensé: «¿Y si hubiera nacido en otro país donde me consideraran flaca? Tal vez ya tendría pareja.»
Lo cierto es que no era gordita, pero en mi país de nacimiento, mientras más flaca te veías, más bonita te consideraban. En aquel momento, con mi autoestima ya por los suelos, esa frase terminó de destruirla. Me sentí insuficiente, defectuosa, como si mi valor como persona dependiera de un número en una báscula.
Lo que descubrí mirando hacia adentro
Probé todo lo que se me ocurrió: dietas extremas, ejercicio obsesivo, restricciones, y, sin embargo, cuanto más intentaba «mejorar» mi cuerpo, más frustrada me sentía. Hubo momentos en los que incluso me alejé de la vida. Me decía: «Cuando baje de peso, cuando logre ese cuerpo perfecto, entonces disfrutaré. Entonces seré feliz.» Pero ese «entonces» nunca llegaba.
Fue en esos momentos de desesperación cuando entendí que debía mirar más profundo, que la solución no estaba afuera, en una dieta más, sino adentro de mí.
A través de la meditación, las terapias y un proceso de autodescubrimiento, comencé a entender que el peso no era más que un reflejo de mi mundo interior. Mis emociones, pensamientos, miedos, y autocríticas estaban moldeando mi relación con mi cuerpo. No era mi cuerpo el que necesitaba cambiar, sino mi manera de verlo y tratarlo.
Hice un experimento. Decidí publicar en mis redes sociales dos tipos de fotos. En unas, aparecía perfecta: maquillaje impecable, ropa ajustada, el cabello estilizado como para una revista. En otras, simplemente era yo: sin filtros, sin maquillaje, riendo a carcajadas, disfrutando del momento sin pensar en cómo me veía. Y lo que descubrí me sorprendió: las fotos donde estaba siendo auténtica, feliz, incluso con el cabello desordenado, conectaban más con las personas que las fotos «perfectas».
Fue entonces cuando entendí algo crucial: el brillo, la belleza, la verdadera conexión no están en cómo luces, sino en cómo te sientes contigo mismo. Esa chispa, esa energía, esa alegría que viene de aceptarte tal como eres, es lo que realmente importa. Llámalo carisma, esencia, alma… es algo que no tiene peso ni talla, pero transforma todo a tu alrededor.
Más allá del peso está la esencia
Hoy sé que no soy el número que aparece en la báscula ni la talla que uso. Mi valor no depende de eso, y el tuyo tampoco. La conexión con uno mismo es el único «secreto» que realmente importa. Cuando dejas de criticarte y comienzas a cuidarte, algo en ti cambia. Tu cuerpo no necesita ser un campo de batalla; puede ser el espacio donde encuentras paz, fuerza y gratitud.
Así que, kilos más o kilos menos, el verdadero desafío no está en cambiar tu cuerpo, sino en cambiar cómo lo miras. Porque cuando logras amarte tal como eres, todo empieza a brillar, desde adentro hacia afuera.
¿Qué pasaría si hoy dejas de esperar el «momento perfecto» y comienzas a disfrutar ahora?
Porque la vida no te pide un cuerpo ideal, solo que la vivas plenamente.
Saraha