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Por más de una década viví bajo el dominio de cuatro palabras: control, exigencia, disciplina y perfección.

Era una persona obsesionada con el control. Creía que debía hacerlo todo perfecto. Cada día era una misión: cumplir metas sin espacio para errores ni descanso. Todo debía estar planeado y funcionar exactamente como lo imaginaba. Pensaba que esa era la fórmula de la felicidad.

¿El resultado? Una vida insoportable.

Días y noches llenos de tensión, ansiedad y rigidez. Mi mente no paraba, mi cuerpo no descansaba, y la alegría de vivir el momento presente se convirtió en un lujo que yo misma me había prohibido.

Cuando alguien me hablaba de «fluir», sonaba bonito, pero no tenía sentido para mí. No entendía qué significaba ni cómo se vivía. Soltar el control, dejar de ser productiva, permitirme descansar o simplemente disfrutar un día sin hacer nada… todo eso me parecía absurdo, incluso aterrador.

Desde niña me enseñaron que la felicidad venía de la utilidad, de la productividad y del esfuerzo disciplinado. Cumplir expectativas —las mías y las de otros— se volvió mi prioridad. Pero nunca encontré satisfacción. Mi perfeccionismo extremo se convirtió en un peso tan grande que terminé odiando mi vida.

No sabía qué era la felicidad.

Cada día me sentía más ansiosa, más frustrada, menos viva. Fue entonces cuando llegó la depresión. Un vacío inmenso me dejó atrapada en un ciclo de rutina automática, como si mi vida estuviera programada para funcionar, pero no para disfrutarse.

En ese punto oscuro comprendí que necesitaba un cambio. La luz llegó cuando decidí mirar hacia dentro y embarcarme en el viaje más importante de mi vida: el viaje hacia mí misma.

La transformación comenzó cuando solté el control.

No fue fácil. Aprender a aceptar la vida tal como es y no como yo quería que fuera fue uno de mis mayores desafíos. Pero poco a poco entendí algo que lo cambió todo: fluir no es solo un concepto bonito; es una forma de vivir.

Fluir es como un río.

El agua se adapta a los obstáculos en su camino —piedras, troncos, bloqueos—. No lucha; simplemente encuentra otra manera de seguir adelante.

Vivir sin tanto control se sintió, al principio, como aprender un idioma nuevo. Pero descubrí que fluir no significa rendirse ni dejar de actuar, sino moverse con la vida en lugar de pelear contra ella. Fluir es confiar. Significa actuar desde la calma, no desde la ansiedad.

Soltar no es fácil, pero es liberador.

Hoy entiendo que fluir no es perder el rumbo, sino confiar en que la vida tiene su propio ritmo. Ya no vivo robotizada ni atada a la perfección. Ahora disfruto cada paso, incluso cuando no sé hacia dónde me lleva.

Fluir es confiar.

Es aprender a bailar con la vida, a responder desde la confianza en lugar de la resistencia. Es un camino imperfecto, pero auténtico. Y eso, para mí, lo cambia todo.

Si sientes que estás luchando contra la corriente, te invito a detenerte por un momento y preguntarte:

¿Qué estás intentando controlar?

¿Qué pasaría si confiaras un poco más en la vida?

Aprender a fluir es un viaje transformador. Cuando sueltas el control, descubres un ritmo más ligero, más humano, más verdadero.

Hoy vivo desde el corazón, con permiso para descansar, equivocarme y no tener todas las respuestas. Y en ese espacio, he encontrado el verdadero sabor de la vida.

Fluir es vivir desde el corazón. Y esa es, sin duda, la mayor aventura que puedes emprender.

Saraha

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