Hay golpes que no se olvidan.
No porque queramos recordarlos, sino porque se sienten en el cuerpo como fuego, como si el aire ardiera y no pudieras respirar.
Una traición no solo rompe la confianza: rompe el suelo, las paredes y hasta el cielo bajo el que creías segura.
Cuando el rechazo y la traición llegan juntos, no es solo un portazo.
Es como caer en un pantano: cada intento por salir te hunde más.
Crees que ya sanaste… y de pronto, vuelves a caer.
Vuelve la herida, vuelve el dolor, vuelve la pregunta:
¿por qué a mí?
Yo estuve ahí.
Después de esa ruptura, pensé que mi vida había terminado.
Lo que más dolía no era perder al otro, era perderme a mí misma en medio del caos.
Y cuando creí que había encontrado la calma, otra ola me tiraba al fondo.
Era agotador, frustrante… sentía que no había salida.
Hasta que entendí algo: la salida no era hacia arriba.
Era hacia adentro.
No era resistirme al dolor, era dejarme arrodillar por él.
Dejar que me rompa todo lo falso para que pueda nacer lo auténtico.
Porque cuando todo se derrumba, lo único que queda eres tú.
Y eso, aunque parezca poco, es TODO.
En ese vacío, en esa soledad que parece infinita, está el espacio para reconstruirte desde otro lugar: desde la verdad, desde la fuerza que nace al abrazar tu fragilidad.
Hoy puedo mirar atrás y agradecer.
No porque la traición fuera justa, sino porque me obligó a verme.
A dejar de mendigar amor y empezar a darme el mío.
A reconocer que, aunque me arrodillé, por dentro me puse de pie.
Si hoy estás ahí, sintiendo que el aire arde y no hay salida, te dejo esto:
No luches contra el pantano.
Respira.
Siente.
Permite.
La salida no está en escapar: está en entrar.
Duele, sí.
Pero un día, ese dolor será la grieta por donde entra la luz.
Incluso en tus heridas, puede nacer oro.
Incluso en tu traición, puede nacer tu autenticidad.
- Saraha
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