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Durante mucho tiempo, la mayoría de mis amistades eran hombres. Y no era casualidad.
De hecho, me llevó años entender por qué me resultaban más fáciles esos vínculos… y por qué las amistades femeninas me asustaban tanto.

La verdad es que tuve experiencias dolorosas con otras mujeres. Fui lastimada, traicionada, comparada, excluida. Me alejé. Me cerré.
Y sin darme cuenta, desarrollé una especie de lealtad inconsciente al dolor, creyendo que las mujeres solo traían conflicto o competencia.
Así fue como empecé a acercarme a los hombres. Y al principio, fue un alivio.

Las amistades masculinas me resultaban simples, sin tanta carga emocional, sin drama. Me encantaban.
Había algo en esa energía que me daba espacio para expresarme, reírme, conversar de todo sin tanto filtro.
Pero — porque siempre hay un pero — también había una parte confusa.

A veces, muy sutilmente, empezaba a sentir que había algo más.
A veces lo sentía de parte mía.
A veces de parte de él.
Otras veces… de ambos.
Y no sabíamos cómo decirlo, cómo callarlo, ni qué hacer con eso.

Lo más sincero que puedo decir hoy es que la confusión era mutua.
No porque estuviéramos mintiendo o jugando, sino porque cuando hay heridas abiertas, cercanía emocional y necesidad de amor, todo puede mezclarse sin querer.
Y lo que empieza siendo contención, puede terminar siendo deseo.
O expectativas.
O silencios que pesan.

A veces una simple mirada se cargaba de una tensión no dicha.
O un gesto de ternura parecía tener una intención extra.
Y ahí es donde las cosas se vuelven borrosas… si no hay claridad ni comunicación.

Mi historia con este tema tiene un punto de quiebre muy claro.
Estaba pasando por una separación muy dura. Y apareció un amigo.
Un hombre hermoso, humano, generoso. Me sostuvo con todo su corazón. Me escuchó. Me acompañó. Me cuidó.
Y yo, sin querer, confundí esa apertura con una señal.
Sentí que ahí había algo más. Que podía ser una pareja. Que tal vez «esto» era «eso».
Pero en realidad… lo que yo necesitaba era amor.
No una relación.
No un romance.
Solo amor. Amor que no exige. Amor que sostiene. Amor que no se tiene que convertir en otra cosa para ser valioso.

Esa experiencia me abrió los ojos.

A medida que fui sanando mis heridas con lo femenino — y también con mi propia energía femenina —, empecé a encontrar otra calidad de vínculo.
A rodearme de mujeres que no competían conmigo. Que no me herían. Que no necesitaban quitarme nada.
Mujeres con las que podía sanar, reír, llorar, crecer.

Y también, aprendí algo fundamental: poner límites claros y tener conversaciones transparentes.
Porque la amistad entre un hombre y una mujer puede existir.
Puede ser hermosa, nutritiva, libre de tensión.
Pero solo si ambas partes tienen suficiente conciencia para no llenar ese vínculo con silencios peligrosos o deseos disfrazados.


Hoy puedo tener amistades con hombres sin disfrazar el deseo.
Y amistades con mujeres sin disfrazar el miedo.
Y eso —para mí— es libertad.

Porque cuando dejamos de confundir el amor con la necesidad, y la cercanía con el vacío, empezamos a ver a los demás tal como son: compañeros, no salvadores.



¿Tuviste alguna vez una amistad con alguien del otro sexo que se volvió confusa?

¿O te costó confiar en mujeres (o en hombres) por experiencias pasadas? 

Te leo. Este espacio también es tuyo.


- Saraha

Blog Personal

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