Hay dolores que no se explican, que no se nombran fácilmente.
Dolores que no admiten maquillaje.
Y uno de ellos… es el rechazo.
No me refiero solo al rechazo romántico.
Hablo de esa sensación de tocar una puerta con el alma en la mano…
y que no se abra.
De poner el corazón sobre la mesa, con todo lo que cuesta…
y que nadie lo recoja.
Este fue, sin duda, el año con más rechazos de mi vida.
Y el año aun no ha terminado…
No uno, no dos. Muchos.
Y cada uno dolió como si fuera el primero.
Como si no tuviera piel.
Como si no supiera cómo protegerme.
Me dijeron que no.
Me dejaron esperando.
Me olvidaron sin despedida.
Me respondieron con silencio.
Y duele.
Duele hasta los huesos.
Duele cuando respiras.
Duele cuando recuerdas que no hay nada que puedas hacer para cambiar la realidad.
Nadie va a volver.
Nadie va a mirar atrás.
Y aun así… estoy acá.
Presente. Entera.
En este dolor que no se negocia, ni se racionaliza.
Aprendí que no hay salida mágica.
A veces, solo hay que quedarse.
Sentir. No traicionarse.
No inventar excusas para volver donde ya no eres bienvenida.
No minimizarte para volver a encajar en lo que te dolió.
Y quizás eso sea lo más valiente que hice este año:
Saber que, aunque duela, no quiero menos.
No merezco menos.
Y no me voy a vender por afecto prestado.
Ofrecer el cuerpo puede ser fácil.
Abrir el corazón… eso es otra cosa.
Porque cuando lo abras de verdad, no hay personaje.
No hay filtro. No hay defensa.
Eres tu, entera, diciendo: «Aquí estoy».
Y a veces la vida responde: «Aquí no es».
Eso… eso duele mucho más.
Durante años pensé que ni siquiera tenía corazón.
No porque no sintiera, sino porque vivía anestesiada.
Sonreía, respiraba, funcionaba…
pero por dentro estaba dormida.
O muerta, quizás.
Y fue el camino de mirarme sin máscara,
lo que me devolvió al cuerpo.
Y con el cuerpo… al corazón.
Al principio temblaba.
Después se vació.
Después ardió.
Y ahora…
duele. Pero está vivo.
No es que antes no dolía.
Es que antes no sentía.
Y ahora sí.
Y aunque no tengo una respuesta bonita para cerrar,
sí tengo esto:
Estoy aprendiendo a no irme de mí.
A quedarme incluso cuando todo grita que huya.
A no volver a donde ya no soy yo.
Y a confiar, de a poquito,
que del otro lado del dolor,
hay una vida más verdadera.
Más simple. Más presente.
Más mía.
- Saraha
Blog Personal

Modo Bikini: cuando decidí dejar de esconderme

Amistad entre hombre y mujer: una historia sin censura

La Amistad: ese amor sin maquillaje

¿Relación perfecta? El peso invisible que nos impide amar de verdad

Comer con amor: la lección que me dejó Brasil sobre el placer y la vida

La valentía de decir NO: cuando poner límites es un acto de amor propio

Bailar como meditación: No es técnica, es entrega

Amar sin poseer: la revolución de los vínculos libres

Viajar en grupo: el espejo que nadie quiere mirar

Viajar sola: ¿libertad real o solo una ilusión bonita?

¿Por qué tantas parejas pelean en vacaciones? La verdad incómoda sobre viajar juntos

Cuando el corazón rompe las reglas: amor, libertad y autenticidad

Soltar para ser auténtico: cuando dejar ir es un acto de amor propio

Cuando la vida se siente como un paraíso
